martes, 25 de agosto de 2009

La historia de un diente partido

Para mi cumpleaños número trece mis padres me regalaron una bicicleta de cross, rin 16, marca Shogun, color azul. Si esa bicicleta contara la de caídas que nos dimos, ya hasta perdí la cuenta.

Tenía mucha "fiebre" de andar de arriba a abajo por mi pueblo. A los días a Leonardo le regalaron una de cross también, color amarillo, marca Royal. Siempre competíamos para ver quien saltaba mas alto, tomando vuelo desde la subida de copei, atravesando la avenida Bolívar, nuestros amigos nos avisaban si venía algún carro o algún peatón.

Una tarde estaba cenando uno de mis platos favoritos, dos plátanos maduros fritos, de esos que están casi negros, picaditos en trozos pequeños mezclado con queso duro rayado bien fino y unas dos cucharadas de natilla de la zona sur del lago, con un sabroso café con leche que no puede faltar a esta cita. Iba por la mitad del plato cuando mi papá me pidió que fuera urgente a buscar un papel al liceo. No podía esperar que terminara de comer, tenía que salir en el acto. Tomé mi bicicleta y salí refunfuñando de la casa.

Aceleré por esa bajada de Punta Brava a lo que me daba, pase en zig zag por las divisiones que hacen los ladrillos de la calle en dirección a la Veguita cuando frente al negocio del Sr. Andrés Salcedo salió un cristiano de cuyo nombre no quise ni quiero enterarme. Cuando lo vi venir intenté frenar, pero aún tenía aceitosas las manos por las tajadas y se me resbalaron tanto en el freno trasero como en el delantero.

Recuerdo que días atrás me habían regalado una corneta electrónica, que no sirvió tampoco para nada. El impacto era inevitable. Me llevé su humanidad, caímos largo por la calle, con la misma agarre la bicicleta y seguí de largo, rumbo al liceo a buscar el dichoso papelito, sobándome las rodillas.

Así pasaron los años entre piruetas y carreras por el pueblo. Ya después, con más colegas ciclistas en el pueblo, formábamos parejas para bajar desde la Te o desde El Alto con alguien en barra. Una tarde subí con Calucho como compañero, bajamos desde la Te y antes de llegar a la recta de las Rurales nos encontramos con una fila de camiones que traían asfalto y todos se estacionaron del lado de las casas. La bicicleta había tomado mucho vuelo, me imagino que por el peso. Cerca del liceo hay una batea, que guía el cauce de una quebrada intermitente.

No pude frenar por completo, la bicicleta no toco el hilito de agua que estaba pasando, el caucho delantero golpeó directamente con el otro lado de la batea, esto fue como caer sobre un trampolín. De acá en adelante este momento me quedó grabado en cámara muy lenta. De repente me despegué de la bicicleta subí por el aire para luego con el hombro en el asfalto. Cuando me pude incorporar vi que atrás quedó Calucho y la bicicleta toda doblada a un lado.

Nos sentamos a pasar el dolor en la acera. La señora Alejandrina se acercó corriendo para ver como estábamos. Nos dijo que pensó que nos habíamos matado. Vio la bicicleta por el aire, más arriba Calucho y más arriba yo.

Ese día me conté dieciséis loras, tres en la zona lumbar que no me explico como me las hice, el resto por el todo el cuerpo. El saldo de Calucho... sólo un diente roto y las ganas de no volver a agarrar una cola en bicicleta.

domingo, 28 de junio de 2009

La cometa de helecho

Para la época de Semana Santa, es costumbre en Torondoy rescatar juegos típicos como el trompo, las metras y las cometas. Éstas últimas son llamadas en otros lugares papagayos o petacas. Desde niño siempre me llamó la atención el vuelo de estos artefactos, que sujetados a tierra firme parecieran querer salir volando, o como si el viento en ocasiones se las quisiera quitar a lis niños para ponerse a jugar con las cometas.

Para volar las cometas en Torondoy había que abandonar el centro del pueblo, pues la cantidad de cables que salen de los postes de luz hacen difícil el despegue de las naves de papel.

Entre los sitios buscados estaban el Filito, el Plan de Justo y otros más, pero el sitio donde la montaña cortaba el viento y lo hacía moverse más rápido era el Filo del Zamuro o Filo de la Chiva, ubicado hacia el este del pueblo, en la vía hacia San Rafael. Yo lo llamo del Zamuro porque allí ésta aves acostumbran hacer sus nidos, en cambio del mamifero ni los pelos he visto en Torondoy.
Mis padres me regalaron una cometa, era plástica de color azul transparente. Una tarde me fui con unos amigos al Filo del Zamuro, cada uno había sacado de sus casas los rollos de pita que sobraron de las hallacas de diciembre, sabía que íbamos a necesitar bastante cordel.

Yo no había probado mi cometa nueva, fue cuando comencé a lanzarla que me dí cuenta de que tenía problemas de equilibrio, la cola no se veia nada bien. El viento soplaba muy fuerte, mi cometa azul estaba a pocos metros de altura cuando de pronto dio un giro tremendo perdiéndose detrás del filo. Me asomé con cuidado sujetándome de algunas piedras y la vi atrapada entre unos helechos, aún estaba sujeta al cordel, pero al intentar halarla se reventó.

Ya sin cometa comencé a buscar quien tenía unas varitas de verada para hacer una nueva, pero no conseguí. Me decían los amigos que en unas fincas un poco lejos de Torondoy habían como arroz. Pasaron los días y seguía sin tener cometa. Una de las cosas que más recuerdo de mi casa es la cantidad de libros y revistas que tenían mis padres. Según, alguien les recomendó cuando su iban a mudar a Torondoy para dar clases en el 75 que se apertrecharan con unos buenos libros y buena música, así que poco a poco se hicieron de muchas colecciones de libros y revistas de todo tipo.

Un día, hojeando una revista, encontré un artículo sobre las cometas, que casualidad, donde se mostraban muchos modelos de cometas de otros países, le puse el ojo a una de origen chino, era de forma rectangular con un orificio circular en el medio. Quería hacer esta cometa, pero pensé en la verada nuevamente, en la revista no decía de que material debía estar hecha la estructura y me puse a pensar en que podía utilizar, tenía que ser liviano, resistente, barato, nada frágil y pensé en los helechos en los que se había enredado mi cometa azul que cumplían con estas condiciones.

Para llegar al Filo del Zamuro había que pasar por unos senderos donde los helechos eran como árboles, fui hasta allá y seleccioné los más largos y parejos, no tan verdes por lo pesado ni tan secos por lo frágil. Les quité todas las hojas y quedaron listas para comenzar la construcción.

En la bodega del señor Pedro la Cruz compré tres papeles de seda, uno blanco, uno rojo y uno azul, para hacer la cometa copia exacta del modelo de la revista. Allí aparecían las medidas, 1.5 x 1 m. Hice el armazón de acuerdo a las instrucciones, era inmensa. Con un cordel más fuerte salí esa tarde a buscar a mis amigos para que me acompañaran a volar la cometa y cuando la vieron entre risas y burlas me dijeron que esa cometa no iba a volar, que tenía un hueco y que además no tenía cola, yo no me había dado cuenta de este último detalle de la emoción por lo bien que me estaba quedando. Al final pensé que si en la revista no estaba era porque no la necesitaba, tampoco era una cometa común y silvestre en forma de rombo, era rectangular con un hueco en el medio. Igual, nos fuimos al Filo del Zamuro, ellos esperando para seguir burlándose y yo con algo de esperanzas.

Ya en el Filo del Zamuro, con un cordel más fuerte, esperábamos una fuerte brisa para lanzar la cometa, el momento no se hizo esperar. La cometa subió en una línea recta casi perfecta hacia atrás, el viento se la llevaba y pedía más cordel. Mis amigos, hasta ese momento esperaban mi fracaso, comenzaron a ayudarme al ver que pedía y pedía mas cordel y el enorme rectángulo azul, blanco y rojo cada vez se iba alejando. La tensión del cordel era muy fuerte, ya no podía hacer que la cometa regresara y nos estábamos quedando sin cordel. A la cometa nunca le hizo falta cola, su enorme tamaño figura conseguía equilibrio con el agujero del medio, allí estaba el secreto. Las varas de helecho hicieron lo suyo, pero quien ahora se salía de lo normal era el viento, la brisa continuaba soplando parejo, sin descanso, hasta que llegó el momento en que el cordel se acabó. No tuve mas opción que dejarlo ir, esperando a que cayera al no tener un punto de unión a la tierra. Pero creo que el viento en esta ocasión quiso quedarse con la cometa, me la quitó de las manos y la llevó hasta perderse entre la neblina lejana.
Quedó comprobado que la verada no es lo único con que se pueden hacer buenas cometas, gracias al helecho y a las recomendaciones chinas, quizás la cometa cayó en la casa del algún habitante de La Cuesta o simplemente el viento la guardó para jugar de vez en cuando entre las montañas torondoyenses.

Las botellas viejas


A comienzos de los noventa, se puso de moda en de Torondoy, especialmente en el Centro de Amigos, exhibir una colección de botellas viejas, era una de las más grandes. Un día caminando hacia la casa de Manuel Abreu me conseguí semienterrada una botella de forma muy particular, comencé a escarbar en la tierra para sacarla.

Era de color ámbar oscuro con muchas líneas transversales que la hacían parecer un gusano, su logo un rombo de color naranja y letras blancas, en la que se leía claramente "Orage Chrush Soda". La botella estaba en perfectas condiciones, decidí lavarla para llevársela al señor Víctor Matheus para que la colocara en la colección, sabía que ésta le faltaba.

Se la entregué y el señor Víctor en el zaguán de su casa, con su sonrisa de siempre la tomó con mucho cuidado y me dijo que ese refresco era muy sabroso. Me despedí y dí media vuelta hacia la puerta, de pronto vino sobre mi la idea de comenzar mi primera colección de botellas viejas, pero ahora ¿cómo le decía a este señor que me regresara la botella si la había recibido con tanto cariño?

El que da y quita le sale una pepita, decían cuando alguien se arrepentía de regalar algo. Para cuando me decidí a pedirle la botella ya había salido de la casa. Toc toc en la gran puerta de madera, el señor Víctor es quien me abre, con la misma sonrisa que me recibió la botella me la entregó. Salí contento con mi trofeo a colocarla en una repisa del cuarto.

Esa misma tarde me paseé por varios patios buscando otras botellas, como si fueran un tesoro. Encontré algunas partidas, pero ese día aumenté la colección con una de maltina de cerveza Polar, otra de cerveza Zulia y una Cold Point no muy vieja, pero que igual ya no salía.

Se estableció entonces un intercambio entre coleccionistas, otro era Nilo Hernández, veía todas las botellas acomodadas en unas repisas en la sala de su casa y pensaba en cuando iba a tener todas esas botellas, reflejo de un pasado comercial de Torondoy.

Se corrió la voz de que en la parte baja de la bodega del señor López en la veguita, había muchas botellas viejas. Pero el señor López no era muy amigable, o por lo menos daba la impresión, a veces las apariencias engañan, pero nunca me arriesgué. Preferí entonces una tarde pasar por el puente de la botijuela con dos amigos hasta la parte baja de la bodega. Ésta se encontraba cerrada lo que nos daba un poco de seguridad. Para llegar hasta la casa debíamos pasar otras dos que estaban en completo deterioro.

Con linternas en mano nos asomamos por una ventana que daba a un cuarto oscuro, fue entonces cuando vimos botellas de Old Colony con todos los logos imaginables, varias series, en sus cajas de madera. Fue como encontrar un tesoro. No recuero quien fue el primero en pasar por la ventana, lo cierto fue que al pasar se enredó con algo y acabó partiendo unas cuantas botellas. No hubo lesionados en este accidente. Escojimos una de cada serie y salimos rápido de la casa vieja, ya casi era de noche.
Así continué con mi colección de botellas viejas hasta tener 58 de cerveza, 53 de refrescos y una de aceite vegetal que venía con chapa. De todas formas, colores y tamaños posibles, cervezas de dos litros, refrescos de casi 100 cc. una de ellas tenía grabado el año 1906, era de color verde oscuro. Ya no tenía lugar donde colocarlas, para entonces ya se acercaban los días en ir para Mérida a estudiar en la Universidad de Los Andes y tuve que guardarlas en unas cajas hasta que unos años después las llevé a la Casa de la Cultura para que fueran exibidas en algún rincón, pero nunca le dieron la importancia que yo les dí, y quizas ahora se encuentren en alguna sala, en algún bar o simplemente hayan vuelto a los patios de las casas donde el tiempo se encargue de enterrarlas nuevamente, cual tesoro que fueron para mi.

Una de cazafantasmas

Últimamente se han visto muchas cosas en Torondoy, o por lo menos eso dicen. Hace poco aproveché y tomé un par de días de mis vacaciones para pasar por mi querido pueblo para reunirme con mis viejos y buenos amigos. Ya subiendo en uno de los toyotas que cubren la ruta Caja Seca a Torondoy, le escuchaba decir a la gente que el diablo andaba suelto por las calles, que los espiritus entraban y salían de los cuerpos de niños y mujeres como perro por su casa, que era algo nunca antes visto, que en menos de dos meses ya se contaban con 18 casos de exorcismo, y extraoficialmente se había agregado uno de Mucumpís a la lista.

Como en todas partes hay gente mala que le gustan esas cosas de meterse con los muertos. Recuerdo el caso de Valentín, una mañana lo fueron a buscar porque uno de los espíritus que tenía incorporado una niña lo delató, según no le amarraron la lengua. Bueno lo cierto que al que si amarraron fue a Valentín y lo llevaron a punta de gritos y golpes a la Plaza Bolívar, donde la policía se encargo de protegerlo antes de que lo lincharan.

Lo querían quemar, cual hereje, como en la inquisición querían darle fin a este personaje. En su casa según consiguieron fotografías de la niña y de otras más, velones negros, animales muertos, un libro de magia negra. Todo esto lo observé desde la torre de la iglesia, desde el punto en donde se tocan las campanas.
Volviendo a los tiempos actuales, en mi breve visita no pude investigar mucho en el día de estos casos que mantenían a los pobladores de Torondoy sin pegar un ojo. Aunque estaba muy cansado por el largo viaje de oriente a occidente, al día siguiente me levanté como a las cuatro de la mañana, aunque dicen que la hora especial es a la una en punto, salí de la casa de mi amigo con mi cámara y trípode en mano para poder hacer buen uso de la poca luz y tratar de captar en las imágenes algunos de estos fantasmas que rondaban por el pueblo.

Era una madrugada muy fría, no se podía observar ningún ser vivo por las calles y por los momentos nada de los muertos en la cámara tampoco. Fijé mi atención a una toma de la torre de la iglesia desde la parte posterior, como primer plano una vieja tapia del fondo de la casa cural que está por caerse.
Estaba cuadrando el trípode, ya había fijado la cámara. A mi espalda se encontraba el poste de luz del murito de la casa de la Señora Bárbara, que en paz descanse, Cuando estaba observando que ésta luz intensa marcaba mi sombra sobre la calle gris, vi como tres sombras se venían sobre mí como saliendo de la casa de la finada. Un escalofrío corrió por todo el cuerpo, ya la sombras estaban por rodearme, dos a mi derecha y una a por la izquierda, sin poder moverme por el susto, sólo pude abrir la boca para pegar un grito cuando las tres sombras se convirtieron en tres perros que solo venían a jugar conmigo.

Le dí gracias a Dios y estuve a punto de caerles a patadas a los perros, por lo general se la pasan ladrando en las madrugadas, o cuando ven a un extraño, o por lo menos se escuchan sus pasos, pero esa mañana nada de nada. Ya estaba por salir el sol y preferí salir hacia la plaza a tomar unas fotos del amanecer torondoyense con sus golondrinas volando entre los techos de las casas de mi pueblo.

La noche de las estrellas fugaces

Como en todo típico pueblo pequeño, casi todos los muchachos salen en la noche para la Plaza Bolívar, bien sea a hablar, otras parejas a verse entre los pinos de la plaza, los niños a jugar a policías y ladrones.

Una noche estábamos más de veinte muchachos en la esquina de la plaza que daba con la posada hablando de todo un poco, cuando de repente se fue la luz. Creo que era luna nueva, el cielo estaba totalmente despejado y se podía ver el cielo todo estrellado sobre un fondo terciopelo azul.

Como era de esperar, nadie podía quedarse cayado y comenzaron a salir los astrónomos que se jactaban de reconocer las constelaciones, que si allá estaba la estrella del sur, que la osa mayor, la menor, las tres marías o los tres reyes magos.

En esta inspección comenzamos a ver estrellas fugaces y como locos la gente comenzó a pedir deseos, esperando que se cumplieran algún día. Quien más contará estrellas tenía más oportunidades, teníamos que aprovechar esa lluvia de estrellas en el cielo.

Allá hay otra, gritó uno, todos dirigimos la mirada hacia donde indicó con el dedo. Esperábamos que la estrella se desvaneciera al caer cuando de pronto dio un giro de 90 grados, siguió una trayectoria recta para luego girar nuevamente de manera brusca hasta desaparecer.

Todos nos miramos las caras, por un momento nadie dijo nada, pero como nadie podía quedarse cayado alguien dijo que era un avión. No convenció a todos y seguimos buscando la estrella. Tal vez por estar prestando mas atención ahora pudimos ver no una, sino dos "estrellas" que daban esos giros tan extraños y a velocidades muy pero muy altas.

Sólo se que no eran aviones, pues ni los aviones caza pueden realizar esos giros sin romperse en el aire, va contra las leyes de la física. Además las luces de los aviones son intermitentes mientras que éstas eran fijas.

Desde Torondoy se llega a los páramos piedras blancas, los conejos, la culata, donde siempre se cuenta que se han visto muchas cosas raras, además dicen que mucha de la gente que se pierde en esos páramos son llevados por objetos voladores no identificados.

Si no me creen, cuando vayan a Torondoy y si de casualidad se va la luz en una noche de luna nueva, no dejen de mirar el cielo, porque seguramente por allí podrán ver estrellas fugaces y algo más.

Mi primera amanecida con el cuatro

Vamos a ver si me cuadran las cuentas cronológicas, creo que fue en el año 1988, un mes de diciembre, cuando recién daba mis primeros pasos en ese instrumento de cuerdas tan de las parrandas nuestras.

Había aprendido unos dos tonos en el cuatro, RE mayor y SI menor con un manual de cuatro de Oswaldo Abreu García. Con esos tonos sacaba tres canciones: Rosa Angelina, Brisas del Zulia y Preciosa Merideña.

En la casa donde quedaba la posada para cuando dejé Torondoy hace unos años, había una especie de fiesta, era una reunión a la que por supuesto no fuimos invitados, entonces andaba con mis grandes amigos de parranda Javier y Orlando, alias Mijares y Manteca.

Busqué el cuatro que me habían regalado al salir de noveno grado, ellos querían que tocara parrandas o gaitas pues era diciembre, pero solo me sabía esas tres canciones, con ellas nos dieron las tres de la mañana, quien lo iba a creer, yo tenía una fiebre tremenda tocando cuatro, a ratos me dolían demasiado los dedos de la mano izquierda de pisar la cuerdas con el frío intenso de las madrugadas torondoyenses.

Al rato comenzó a salir gente de la casa de la Sra. Lucrecia y el Sr. Trino donde se llevó a cabo esa reunión o fiesta, nunca supe que fue. Un joven se acercó hasta nosotros y pidió que le prestara el cuatro para registrarlo. Resultó que esta persona, de quien no recuerdo el nombre, era alumno de una escuela de cuatro de Simón Díaz y así como tocaba cantaba. Hasta pena ajena me daba en un principio haber pasado tanto tiempo mal tocando tres canciones, luego no le podía quitar los ojos de encima a la mano izquierda sobre los trastes del cuatro mientras interpretaba Moliendo Café. Agregaba entonces una pieza mas a mi repertorio.

Poco a poco fue llegando el resto de la gente que estaba en la fiesta y los madrugadores de oficio, a la casita de la plaza Bolívar, donde estábamos, para cantar, improvisar versos, contrapuntear, formar la parrandita.

Ya con los rayos del sol, regresé a la casa con el cuatro cansado de tanto sonar con mi librito de lecciones de cuatro bajo el brazo y con la primera lección que desde ese día marcaría a mi único maestro en las artes musicales, la calle, la acera bajo el cielo estrellado de Torondoy.

Mi primera y última carreta

Es costumbre decembrina que la noche antes de la primera misa de aguinaldo, se permita a los muhachos lanzarse en carreta por las calles de Torondoy. En otras partes las llaman carruchas, pero en mi pueblo son carretas. Consiste en un automovil propulsado por gravedad y también por una pila... una pila de muchachos que para pagar las colas en las carretas deben subir arrastrando los automóviles de madera por las empinadas calles del pueblo.

Su construcción consiste de una tabla ancha donde van a estar ubicados el piloto, en caso de un monoplaza, y los pasajeros (coleros) que pueden ir de dos hasta unos seis. Unidos por medio de un listón al volante que por la forma y dureza se prefiere de palo de guayabo. En la parte posterior va clavada una base que sirve de eje trasero. Al volante y a este eje se le sujetan cuidadosamente cuatro rolineras, preferiblemente usadas, que están bien flojitas. Escuché de algunos casos donde las dejaban todo el año en gasoil especialmente para armar las carretas en diciembre.



Al volante se le agregan dos pares de cauchos, alpargatas o chanclas viejas que serán el freno y para completar el juego de la dirección un mecate de 1" más o menos.

Que cuento de fórmula uno, o las 500 millas, nada como pararse en una esquina para ver toda una suerte de accidentes, dónde hasta los mirones podían llevarse un buen susto. La adrenalina corría por las venas, el ensordecedor ruido del metal arrancando el cemento de las calles, el polvo mezclado con el frío decembrino, al fondo los aguinaldos viejos que salían convertidos en gritos desgarrados de las cornetas de la iglesia, sin fiscales ni control. En las rectas casi no pasaba nada, pero al llegar a la esquina de copei, listo, allá rodó el primero, una cuerda del volante se rompió perdiendo el control y le llegó de frente a la acera de la posada. Detrás venía otra carreta, pero está era de las grandes con cinco pasajeros, por supuesto muy dificil que frene en una distancia tan corta. Del impacto todos salen volando con sendas loras en las rodillas, codos y nalgas, pero no se porqué en el momento todos se rien como locos, antes se decía un "sóbate que eso se hincha" al día siguiente todos cojeando.

Cuando hice mi primera carreta, busqué unas rolineras nuevas, un listón, tabla y volante casi que de carpintería, todo derecho, y con la ayuda de Poto la armé, muy emocionado salí esa tarde, pero la carreta por tener el volante tan derecho con cualquier piedra se paraba, creo que hasta con una chapa. Luego de ubicar una ruta por donde poder bajar cómodamente, iba llegando a la esquina antes mencionada, la ruta en si son dos cuadras o tres, con cierta velocidad adquirida por la gravedad tomé la cuerda para dar el giro cuando sentí que mi cuerpo se iba de lado, la cuerda se rompió y cuando quise recuperar el equilibrio me resbalé de la tabla lisa saliendo de la carreta cual piedra que se tira sobre un lago.

Por un momento pensé que no me había pasado nada, al levantarme sentí que tenía pegado el pantalón a la nalga, cuando me revisé estaba húmedo de sangre de la lora que acababa de hacer.

Esa fue mi primera y última carreta. Prefería andar de cola o en las esquinas viendo como se estrellaban los demás.